subimos y bajamos como apaciguando el mijo
que nos grita desde el fondo de la garganta negra.
Nos sentimos como en casa entre la maleza
que se pega a nuestros tobillos
a nuestros brazos de cuerpo replegado hacia la tierra.
Somos lengua quieta y consciente silencio
escuchando cómo
suspiran las mieses bamboleándose contra el tiempo.
Durante un tiempo quisimos volvernos locos y dejar de ser nosotros.
Quisimos comprar el frío, pero no supimos dónde lo vendían
pues antes
se lo llevaron aquellos, vestidos de blanco, sobre sus caballos.
Nosotros que somos hijos del sol y nuestros pies, padres del suelo,
quisimos ser dueños de nuestros hermanos.
Pero las almas ligeras e irrefrenables de nuestros antepasados
vinieron a vernos para guiarnos
subieron los peldaños
hasta los pequeños y singulares escondrijos
donde la libertad sigue estando.
Y recordamos y nos reímos y sentimos pena por casi nosotros
y por todos los blancos tiritando sobre sus caballos.
Ulula el nduk sobre la abure.
Ya entonces se acaba el silencio
y volvemos a sacar nuestros aros brillantes
y nuestras telas que se ensanchan sobre nuestras piernas.
Machacamos unas palabras recién recogidas con las piedras de fuego
subimos y bajamos como apaciguando el cuento
que nos grita desde el fondo de la historia, oscura y antigua.
Nos sentimos como en casa junto a la hoguera.
Vertemos las horas en el cuenco y nos bebemos el tiempo
tan calentito.
Sabe a la sombra del ala que se adormece mientras nos cobija.
Después desmenuzamos sopas de relato.
Si saben a embuste, las risas se nos enganchan entre los dientes.
Esas nos gustan.
Y también las de nuestras guerreras y nuestras brujas,
¡Más sabias que cien chiles picantes! dicen ellas.
Y empiezan a contarnos y nosotros sorbemos
y nuestras barrigas y corazones
se llenan de tiempo y relato.
KPV Febrer/2017
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