Intento hacerlos trizas tan rápido como puedo,
antes,
de asimilarlos
de olvidar que no eran míos
-seguramente tampoco era tuyos-
¿De quién eran?
Tan difícil de encontrar es el pensamiento genuino.
Abraso con mis ojos tu actitud solícita, tus caricias que me adormecen
tus "dónde vas a estar mejor que aquí",
- en este lugar de sucesos conocidos, de límites imaginables -
- en este vivir de actitudes periódicas, de sorpresas normalizadas -
cuando puede ser en cualquier otro sitio
en el que no necesiten que sea... algo más que yo.
Ni nada menos.
Tan sencillamente yo y mis no hay fronteras, que soy inabarcable.
O en todo caso, todavía no, seguramente nunca no...
Tú, me tocas con tus voces suaves, y huelen a olvido. A muerte del alma.
Tú,
que en vez de aceptar la irremediable muerte de la vida
como excusa brillante para adentrarte de manera
espontánea
perpetúa
sedienta
en su alegría
en la generosidad y humanidad de la existencia compartida...
Reprimes para olvidar - en superficie -
el sentimiento de horror.
Leí:
Quien reprime su dolor
en vez de sobrepasarlo y aprender
achata cualquier esfera de su vida.
Y se convierte en un padre para sí, neurótico y amargado.
Entendí:
Quien lo acepta,
como algo que la vida puede traernos,
aunque nunca saliéramos a buscarlo,
deja de ser el niño que se emperra en creer
que sólo la vida sin dolor ni esfuerzo, puede traer la felicidad consigo.
Así que, desde tu parapeto empobrecido decides que "Hoy es por mi bien"
porque me quieres tanto que nada podrías soportar que me pasara.
Y yo, desde el otro lado de la mesa, con la puerta semiabierta
te miro y sabes que te sonrío para no decirte:
¿Cuánta de mi vida necesita tu ansiedad que se malgaste?
¡Cuánta yo debe morir para sentirte acomodado en tu pequeña vida de corazón angustiado!
Se acabó. No me hables más.
Te quiero, padre.
Pero ninguno de tus temores, son mi vida.
KPV Maig / 2017
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